El teatro empieza cuando se acaba la realidad. Y persiste en nosotros alterando lo que sucedió a fuerza de acumular emociones y sentimientos. Da igual lo que pasó y cómo pasó. Lo que queda, lo que importa, es cómo se lee, cómo se interpreta, cómo se recuerda, aunque esa memoria esté distorsionada.
Angélica Liddell nos introduce en esta obra con una canción popular, la de Los campanilleros, para cogernos desprevenidos luego. Podemos imaginarnos caminos, pinos, abetos, olivos, pero es un sendero hacia la morgue. Con su potente voz recita un auténtico texto poético. Nos ablanda su oscuridad, la sábana cubriendo el cadáver, hasta que el fallecido, que es un niño, se pone en pie y cambia todo el contexto.

Hay mucho de renacimiento a partir de entonces. Las gracias de Rubens, pero no tres sino seis, el silencio del infierno terrenal, un cristo irredento (Oliver Laxe) que también aúlla, pero en francés, con una voz que clama al cielo, para que se abran todas las lápidas y, si había nieve en las copas de los árboles, caigan sobre nuestro desconsuelo.
Aquí estamos para invertir los papeles. Ahora son los hijos los que cuidan de los padres, aunque estos hayan limpiado el culo a los hijos en otros tiempos. La pena se mezcla con el desespero. Uno más uno es igual a uno. Y uno no se resigna a ser la cicatriz de las desgracias.
Después vendrá el dominio, la declaración de que debes hacer lo que a mí se me antoje, porque querrás hacerlo y me pedirás después que te vuelva a dominar, cuando ya me hayas satisfecho y yo no quiera seguir haciéndolo. Entonces me convierto en ti, como el hijo en padre, como el padre en niño, como Jesús en Dios, la costilla de la que salen nuestros descendientes y que somos todos, y el vínculo que se establece aunque ya no estemos en ellos.
Pero no, el teatro no es lo real. En la realidad no se aplaude lo frío y lo cruel, lo oscuro y tenebroso. Se aplaude el oro. Por eso aquí, en el escenario hay que destruir lo construido, hay que trabajar la noche, hay que sacar a relucir los fantasmas de lo recóndito, y eso lo hace dramáticamente Angélica Liddell.
Si hay que perder algo, que sea el dolor de tener pudor y vencer, por fin, nuestros miedos.
Alberto Morate tiene el teatro como modus vivendi. Durante más de 40 años ha sido profesor de dramatización, ha dirigido grupos de teatro, ha escrito obras y ha interpretado ocasionalmente como actor. Desde el año 2014 también reseña funciones y espectáculos. Realiza sus crónicas con un estilo peculiarmente poético, haciendo hincapié en el tema, y comentando las representaciones desde un punto de vista emocional, social y humano.
