¿Qué pasaría si desapareciera la música? ¿Si la prohibieran? Pasaría algo similar a un cataclismo, una sutil locura, un desastre del ecosistema al igual que si desaparecen las abejas.
En la novela y película Fahrenheit 451 los libros están prohibidos. Pero un grupo de resistencia memoriza las obras y las perpetúa. Algo parecido ocurriría con la música. Con la poesía, con el teatro, con el arte. Y, lamentablemente, en algunas ocasiones da la impresión de que no estamos tan lejos de esta descabellada idea de prohibir la cultura y demonizarla. Por eso hay que hacerse fuertes. Y dar luz a las esquinas. Dejarse de oscurantismos y códigos deontológicos que lo que hacen es cercenar nuestras libertades.
En Wah, el planteamiento inicial es ese: la prohibición de la música, y por consiguiente, de los músicos, de las partituras, de los instrumentos musicales, hasta de la voz que canta y la que musita.

Nos llaman a compartir con ellos. Esto es una fiesta, querido público. Desde que entras en el recinto de IFEMA, imágenes, figuras, camareros, barras de bar, discos, jamones y guitarras, te incitan a oler el aroma de lo que vendrá luego. Es el preámbulo al espectáculo de músicas, luz, sonido, bailes, sorpresas, saltos, historia musical, que nos deleitará como chiquillos durante dos horas.
El corazón de una batería abre, como una aurora, el show. Poco a poco se irán incorporando instrumentos de viento y poetas de la voz, cantando. Las cuerdas, el piano, y una guitarra enérgica que marcará los tempos.
A partir de ahí, todo es escalada. Acabaremos levantados de las butacas, entonando y acompañando a estos excelentes músicos, en todas las variantes de la música: pop, rock, ópera, flamenco, techno, rhythm and blues, metal, disco, house… bandas sonoras de nuestras vivencias, interpretando a los mejores por los mejores.
Es todo visual y sonoro. El público se pone en pie y corea e impide que la música se prohíba. Se representa una forma de vida, un sentimiento infinito, hay una comunión casi eucarística de músicos y espectadores.
Los músicos, cantantes e instrumentistas, se comen el crepúsculo. Ya no hay temor a que nadie pueda prohibir ni hacer morir esta necesidad de comunicar con el lenguaje más universal que existe. El de la música. Y, además, lo hacemos en grupo, contagiándonos unos a otros, pero no el terrible bicho, sino las ganas de vivir, de volver a la normalidad, de retomar la atmósfera de la alegría.
Y, al terminar, no se termina ni es redundante. 12 gastronomías, sorpresas en el recinto, la noche esperando fuera. Que nada se prohíba.
Alberto Morate tiene el teatro como modus vivendi. Durante más de 40 años ha sido profesor de dramatización, ha dirigido grupos de teatro, ha escrito obras y ha interpretado ocasionalmente como actor. Desde el año 2014 también reseña funciones y espectáculos. Realiza sus crónicas con un estilo peculiarmente poético, haciendo hincapié en el tema, y comentando las representaciones desde un punto de vista emocional, social y humano.
