¡Cuántas veces hemos soñado que estábamos en un espacio pequeño y sin posibilidad de huida! En un hueco oscuro y limitado, sin ventilación, atrapados sin remedio. Generalmente esos sueños se nos reproducen estando nosotros solos, con la angustia de la soledad y la imposibilidad del grito, incapaces de mover las piernas. ¡Ay, qué hemos hecho!
Ya no es cuestión de plantearse el porqué de nuestro escondite. Simplemente estamos allí y no sabemos por cuánto tiempo.
En El hueco, de Guillermo Amaya, no es una única persona la que se encuentra bajo la escalera huyendo de sus miedos. Son dos. Dos chicas, dos mujeres, aparentemente sin vinculación social ni de amistad, ni siquiera de intereses comunes. Pero ahí están, gruñendo, gimiendo, asustadas, escondiéndose. ¿De qué se esconden? ¿De las mentiras propias? ¿De acosadores? ¿De extraterrestres? ¿De militares? ¿De la realidad? No lo sabremos. Sabemos que el silencio también aterra, que las palabras también confunden, que la distancia se estrecha, que hace calor, que no tienen más remedio que tocarse, que se desnudan de cuerpo y alma, que no pregonan su vida, pero se sinceran, que saltan chispas de su desamparo, que ríen nerviosas, que no pueden huir, que no es un sueño.

Raquel Salamanca y Raquel Pardos, (en los personajes Gema y Asun, pero podrían haber sido perfectamente Raquel y Raquel, y el espectador hubiera elucubrado otras metáforas, otros paralelismos, otras coincidencias de identidad o de espejo), se mueven con soltura, a pesar de todo, en ese espacio pequeño. Examinan el mínimo terreno, mientras se exploran entre ellas mismas. Es todo el conjunto esa gran metáfora de la que hablábamos antes.
Sienten su aliento y sus olores, mezclándolos con sus sensaciones. Las palabras también se convierten en preguntas sin respuesta mientras suenan fuera otras voces inidentificables, porque aún no hay nadie que entienda el lenguaje de la conciencia.
Me ha remitido el tema y el argumento a la obra de Boris Vian, Los forjadores de imperio, donde una familia tiene que huir a espacios cada vez más angostos huyendo de su propio Schmurz.
El cerebro es suficientemente poderoso para creer en lo que no existe. Pero la realidad nos hace escondernos en el hueco cerrado de debajo de la escalera. ¿Y al final qué? Cuando salgamos a la luz, desafiando los peligros, podremos averiguarlo.
Alberto Morate tiene el teatro como modus vivendi. Durante más de 40 años ha sido profesor de dramatización, ha dirigido grupos de teatro, ha escrito obras y ha interpretado ocasionalmente como actor. Desde el año 2014 también reseña funciones y espectáculos. Realiza sus crónicas con un estilo peculiarmente poético, haciendo hincapié en el tema, y comentando las representaciones desde un punto de vista emocional, social y humano.
