Sombras y luces de este personaje histórico. Más sombras que luces, más llantos que cantos, más vísceras, espasmos, celos,… que piel y amor. Más desdichas que corazón, más palabras que silencios que claman.
Allí está encerrada. Allí su mensaje es oscuro, su visión borrosa, sus pasos de baile cojitrancos, es Juana I de Castilla, Juana la loca, la que nos cuenta, la que sufre, la que no reza, la que no se humilla, la que, a pesar de todo, sigue enamorada.
No la quiere su padre, Fernando el católico, no la quiere su hijo Carlos I, que la olvida, no la quiere ni el espejo, que en él se reflejan los sentimientos, los sufrimientos, el desamor, la desesperanza, la desilusión, la guerra interna, la historia que no estaba escrita para ella, para que no se convirtiera en reina, en metáfora.
Con un texto magnífico de Pepe Cibrián, que también dirige la puesta en escena y al gran intérprete que se introduce en la esencia de Juana, y de Felipe el hermoso, y de Leonor, y de otros personajes no menos misteriosos, Nicolás Pérez Costa le da la vida, le pone voz, la sufre, nos la sufre, nos la entrega acercándonos a la emoción dramática, a las carnes vilipendiadas, a la mazmorra donde no penetra el agua, pero la humedad le reconcome las entrañas. Con su interpretación el actor nos habla de la búsqueda de un destino trágico, de un amor roto, de un trono desvencijado por telas de araña.

En su monólogo refleja una parte de la historia de España sin casualidades, sin horizontes, por donde no se ponga el sol, porque son cuatro paredes negras desconchadas. Ese es su paisaje. Esos son sus ropajes, claramente también protagonistas de esta de esta obra de introspección hacia fuera para atravesar el desierto de la melancolía, los vaivenes de la esquizofrenia, el oleaje verborreico de sus paranoias.
Mientras Felipe el hermoso se congratula de su falsa inconsciencia, campa a sus anchas. Imposible que cicatricen estas heridas del alma.
Magistral montaje que nos sitúa en este personaje del siglo XVI y que disfrutamos, a pesar de sus desgracias, por mor del lenguaje, de la voz, de las palabras, del escenario y el teatro de La Sala.
Alberto Morate tiene el teatro como modus vivendi. Durante más de 40 años ha sido profesor de dramatización, ha dirigido grupos de teatro, ha escrito obras y ha interpretado ocasionalmente como actor. Desde el año 2014 también reseña funciones y espectáculos. Realiza sus crónicas con un estilo peculiarmente poético, haciendo hincapié en el tema, y comentando las representaciones desde un punto de vista emocional, social y humano.
