“Iba yo a comprar el pan” decía el gran Francisco Umbral en su columna Diario de un snob en El País durante mucho tiempo. Ahí Paco Umbral hablaba de con quién se encontraba, qué sensaciones tenía y qué fugacidad de las cosas tienen lo que nos pasa a diario en nuestro barrio.
Barrio Caleidoscopio, de Teatro de la Vuelta, que es uno solo. Carlos Gallegos, que también, aunque anclado a su sillón, sale a comprar un pan, o dos. Y nos cuenta sus sensaciones, lo que le recorre en el aire por dentro. Lo dirige, muy bien llevado, Gonzalo Gonzalo, como si estuviera con él en todo momento. Pero está solo.

Y lo que le ocurre es el amor, la humanidad entera, el corazón desbocado que es un músculo rojo dentro de su pecho. Es como un niño. Para él todo son recuerdos, no quiere compasión, no le gustan los gritos, se siente vacío y, al mismo tiempo, lleno, pletórico. Está en medio de los otros, pero solo, saturado, hecho costumbre, apurando cada instante como si fuera el primero.
En un alarde de interpretación medida, Carlos Gallegos, de voz ajustada, de gesto preciso, este ecuatoriano que representa a Alfonsito, quiere abandonar el concepto que de él tienen, pero no por los demás, sino por sí mismo. No puede estar equivocado. Se lo dice el corazón, y este nunca miente. Desconoce lo que hacen los otros, y tampoco le interesa demasiado, quiere contarnos su experiencia, su miseria, su soledad, sus ganas de vivir aunque se lo impidan sin decoro.
Comprará un pan, o dos, pero no para salir de la miseria, para entrar en la felicidad que le produce saber que uno puede enamorarse, sentir, padecer, con solo una mirada, con solo una voz, con solo una sombra, la rebeldía de las entrañas ante unos ojos luminosos.
Es un prisma de mil colores rotos, un espejo triangular de un barrio cotidiano y vulgar, de un personaje, quizás, algo paranoico, de una persona viva que no quiere quemarse lentamente mientras se ríen los otros.
A partir de ahora, tal vez nada sea como antes, que retumbe en su rechinar la felicidad de la herida interna, el empuje de un barrio que no lo acepta, el deseo de integrarse de cualquier modo, pero no a costa de perder su dignidad, sino de hacerse valer para salvar la amargura de sentirse solo.
Ya lo saben, un asiento, una cadena, un hombre solo, un deseo, un evitar la distancia, un romper con lo que puedan opinar otros.
En La Sala, los domingos, un día anodino para los que distintos somos.
Alberto Morate tiene el teatro como modus vivendi. Durante más de 40 años ha sido profesor de dramatización, ha dirigido grupos de teatro, ha escrito obras y ha interpretado ocasionalmente como actor. Desde el año 2014 también reseña funciones y espectáculos. Realiza sus crónicas con un estilo peculiarmente poético, haciendo hincapié en el tema, y comentando las representaciones desde un punto de vista emocional, social y humano.
