Anoche se estrenó en el Infanta Beatriz con decorados de Burmann y el ambiente escénico cuidado con exquisito gusto, «Maribel y la extraña familia», de Miguel Mihura. El público interrumpió con sus risas y aplausos el curso de la representación.
Corría el año 1959 cuando se estrenó la comedia por excelencia de Mihura. 54 años después y en esta ocasión en el Infanta Isabel, el teatro en el que más comedias estrenó el autor, la reacción del público fue idéntica que aquella noche del 29 de septiembre de 1959 en la que estuvo presente como espectadora Alicia Hermida, una de las actrices de la nueva puesta en escena. Demasiados años después de la última puesta en escena profesional de esta comedia- la versión musical de Ángel Fernández Montesinos fue la última vez si no recuerdo mal que se puso en escena- ha llegado a Madrid con el objetivo claro de sorprender a las nuevas generaciones. Y es que, aunque a los más veteranos les parezca que siempre se está representando a Mihura, mucha gente joven- entre la que me incluyo- nunca habíamos visto una puesta en escena profesional de este autor.
¿Se puede actualizar un Mihura o está tan apegado al ADN español que es imposible «peinar» el texto? Opto y creo que Gerardo Vera, artífice del proyecto, también se decidió por la segunda opción. Se ha tildado demasiado por cierta parte del artisteo patrio de «rancio» el teatro de Mihura, craso error sin ninguna duda.
La tía Paula vive encerrada en su piso de la calle Hortaleza desde hace cincuenta años, alquila visitas a 50 pesetas para sentirse un poquito menos sola. Se ha quedado anclada en el pasado, pero ella quiera ser una mujer moderna y escucha a Katia Morlands y su Loca por el hot, tema que es introducido en la puesta en escena por uno de los números musicales que incluye la puesta en escena de Vera. Ha sido su hermana, Doña Matilde, la que le ha comprado el disco en la Calle Fuencarral, nada menos. Y de repente, surge el absurdo. Y la tía Paula y Doña Matilde se convierten en una especie de trasuntos de Vladimir y Estragón en una conversación cotidiana en la que discuten la diferencia entre la Calle Hortaleza y Fuencarral. Desde el momento en que entra en escena Alicia Hermida se lleva al público de calle. Para ella fueron los primeros aplausos y risas de la noche en ese bailecito que se marca a ritmo de Loca por el hot. Su Tía Paula es entrañable, divertida y, sobre todo, dotada de una naturalidad superlativa. La clave de los grandes trabajos interpretativos está en saber «decir» el texto sin remarcar, en este caso, el absurdo cómico de lo que se está diciendo en escena. Y la acompaña otra sabia de la escena, Sonsoles Benedicto, que por supuesto dota a su Doña Matilde de una frescura y naturalidad de la que solo son capaces aquellas actrices de raza, curtidas en las tablas de decenas de teatros de toda España. Son representantes de una generación de «cómicos» de los que cada vez nos quedan menos representantes. Y de la cotidianidad surge la risa y, de qué forma. Y la intriga, que tanto gustaba a Mihura, se introduce con un simple apunte: «¿Sabrá nadar?» se pregunta Doña Paula. Y entonces entra en escena Marcelino, un chico apocado y enamorado locamente de Maribel, una chica «de alterne» cuyo origen, estoy seguro, conoce perfectamente. Mihura que, dentro de ese caparazón de hombre huraño que se había formado, era un romántico empedernido. Maribel se ve abrumada por esa locura. No entra en sus cabales que alguien pueda enamorarse tan locamente de ella. No cree en ella misma, pero Mihura demuestra que el cambio es posible. Y entonces, se monta su propia película, su propia historia vital a contar a la Tía Paula y Doña Matilde. Ella era costurera, ¿Por qué no? Y sus amigas, todas muy muy formales y muy modernas… El autor dotó a las tres chicas de alterne de una ternura entrañable. Y entre ellas destaco el trabajo de Chiqui Fernández, una superdotada para la comedia, cuya carrera televisiva he seguido con fervor desde los tiempos de Un Paso Adelante. Y como en el 59 el público aplaudió en reiteradas ocasiones, una de las más sonadas fue la ovación que recibió Hermida con su «Cótel Manhattan». Y no, no voy a dejar de hablar de los dos protagonistas. Para ellos son las últimas palabras de esta crítica. Markos Marín y Lucía Quintana nos van preparando a lo largo de la función para su duelo interpretativo final. En los últimos minutos, vemos la verdad que se esconde en estos dos actores de sobrado talento. Y entonces surge la emoción en su interpretación y quedamos prendados de su Marcelino y Maribel, tan reales que nos llegan a emocionar con sendos monólogos.
Mihura, divertido. Mihura, ácido. Mihura, intrigante. Mihura, absurdo. Y, sobre todo, Mihura, bondadoso. Nunca se puso por encima de sus personajes, los miró de igual a igual y creyó en el ser humano y en su bondad, ¿Acaso pueden haber dos personajes más buenos e inocentes que esas deliciosas señoras asentadas en la Calle Hortaleza? Espero sinceramente que se pueda ver otro título de Mihura pronto en la cartelera madrileña y no tanto vodevil «casposo» y, esos sí que tienen caspa de verdad y huelen a naftalina. Apostemos un poco más «comercialmente» por nuestros autores. Quiero ver Mihuras, Jardieles, pero también obras de Juan Carlos Rubio, Paco Bezerra, Alfredo Sanzol, Miguel del Arco y, ¿Por qué no?, de jóvenes talentos como Daniel de Vicente.