La de Pako Merino fue una vocación relativamente tardía. Él quería hacer Medicina, pero no le dio la nota de corte y se metió en Enfermería. Y, sin ningún interés previo, se metió en la escuela del Palacio de Festivales de su Santander natal y se dio cuenta de que creía que valía para contar historias encima de un escenario, aunque entonces no tuviese muy claro que ése iba a ser su camino. Y tras acabar la carrera, terminó en la escuela de Jacques Lecoq, donde nació el germen de la compañía Titzina, que forma junto a Diego Lorca. Los suyos son montajes de creación en toda regla. Se ‘sumergen’ en las temáticas que les interesan y hacen un trabajo exhaustivo de investigación. Y de ahí nacen ‘criaturas’ teatrales que reflexionan sobre la muerte o la familia, temas universales que ‘conectan’ con todo tipo de espectadores. Tras su exitoso paso por el Teatro de la Abadía, Titzina trae «Distancia siete minutos» precisamente al lugar en donde nació la vocación de nuestro protagonista, el Palacio de Festivales, donde estarán este viernes a las 2o:30h en la Sala Pereda.
¿Cómo ha sido el proceso de creación de Distancia siete minutos?
Cuando Diego Lorca y yo sentimos que una obra ha cumplido su ciclo, nos planteamos una serie de temas a investigar. Llegamos a un acuerdo y lo trabajamos. Hasta ahora, nuestros espectáculos eran de una única temática. En este caso, tomamos como base la felicidad, en esta sociedad en que vivimos instalados precisamente en la infelicidad. Y en segundo lugar, el encierro. Entonces, buscamos un espacio para investigar estas temáticas. Nos fuimos a una convención sobre la felicidad, donde escuchamos a gente tan interesante como Marcos Rojas, director de psiquiatría de los Hospitales de Nueva York. Entonces, buscamos la ausencia de felicidad en el encierro, en la Modelo de Barcelona. En esa cárcel dimos un taller y vimos cómo se adaptan a ese encierro y cómo es su búsqueda de la felicidad. De ahí, nos fuimos a los juzgados. Lo bonito que tiene la creación es que nunca sabes hacia dónde te puede llevar. Se van abriendo puertas, que te llevan a caminos muy diferentes. Pedimos permiso para ver juicios menores, que son a los que se permite a la gente entrar, casos cotidianos. Curiosamente, encontramos el núcleo en los jueces, encontramos a unas personas que están en un estatus alto. Nadie conoce muy bien su trabajo… Es una carrera de formación de unos 10 años. Tienen que hacer unas oposiciones bestiales, perdiendo los mejores años de su vida. Luego tienen que enfrentarse a diario a casos menores, a disputas domésticas que bien se podrían solucionar en el ámbito privado. Nos pareció un poco trágico y absurdo que tuviesen que enfrentarse a casos así.
¿Cómo confluyen todas estas ideas en el argumento final de la obra?
La obra trata de Félix, un juez que tiene que dejar su casa por una plaga de termitas. Entonces, se tiene que ir a vivir con un padre con el que no ha solucionado las rencillas familiares del pasado. Durante ese tiempo de convivencia, se plantean temas como el destino, ¿Realmente ha elegido ese camino profesional por una verdadera vocación o por imposiciones familiares? Y por supuesto, están esos temas familiares que no podemos desvelar. Al mismo tiempo, el Curiosity, un robot que mandaron a Marte, va a aterrizar. Y tomamos la idea de los 7 minutos que no sabían si se iba a estrellar al atravesar la atmósfera o el trabajo iba a acabar con éxito. Nos parecía un curioso paralelismo que este padre e hijo, a miles de kilómetros, se encontrasen como instalados en esos minutos en que no sabían si su relación acabaría con éxito o terminarían hipotéticamente estrellando su relación, como el propio Curiosity. Y al final, de una forma que no puedo desvelar, todos los temas confluyen en un punto al final de la función.
¿Cuánto tiempo os ha llevado crear este montaje?
Hemos tardado un año y medio, cuando normalmente lo hacemos en unos 8 meses. La peculiaridad que ha tenido este montaje es que teníamos el texto ya escrito de forma previa. Entonces, lo leímos ante colectivos de jueces e incluso en la cárcel y nos dimos cuenta de que llegaba a emocionar ya sólo con el texto, lo que nos animó a empezar con la puesta en escena.
¿Se podría entender vuestro teatro sin la parte de catarsis a que se asocia al ritual teatral?
Desde luego que no. Los espectáculos que montamos los hacemos con temas universales. Pretendemos que lo que pase en escena no esté dirigido a una sociedad concreta, que sean temas que toquen a todos los seres humanos como la familia, el destino… Otra cosa que debe tener es que sea algo de lo que todos tenemos una visión estereotipada como puede ser la muerte o la locura, presentes en nuestros anteriores montajes. Nos gusta romper con los topicazos. El comentario que más se repite en nuestros espectáculos es que es como la vida misma. El espectador tiene cierta distancia con lo que está viendo en escena, pero conecta y eso es lo bonito. No nos interesa el teatro como mero entretenimiento. Queremos hacer un teatro que nos mueva por dentro sin manipular al espectador. Ponemos una realidad concreta y el espectador es el que tiene que tomar sus propias decisiones. Planteamos preguntas que esperamos que el espectador se responda. La gente se siente tocada y lo que más me gusta es que nuestros espectadores nos digan que este espectáculo continua, como la vida misma, cuando se baja el telón.
Compartimos origen teatral, la escuela del Palacio de Festivales de Cantabria, ¿Cómo fueron esos primeros pasos en el mundo de la interpretación?
Entré por cabezonería la verdad. Yo estaba estudiando Enfermería en la universidad y tenía una novia que estaba en la escuela, me lo dijo y pensé que yo también podía hacerlo. Me atrapó en principio lo “curiosa” que era la gente que hacía teatro, muy diferente a la que yo conocía entonces. Empecé a trabajar con una compañía amateur que llevaba José Piris y hacíamos verdaderas locuras tipo La Fura dels Baus en pleno Santander. Me pareció una forma de mostrar tu identidad. Entonces no veía el teatro como una cosa grandilocuente, sino como una forma de expresión. La sorpresa vino cuando me di cuenta de que eso realmente me llenaba. Me dieron ánimos para que siguiese por ese camino y, una vez acabada la carrera, me puse rumbo a París, donde había oído que había una escuela muy buena. La Fundación Marcelino Botín me dio una beca y me fui a estudiar a la escuela de Jacques Lecoq. Se me metió dentro el veneno del teatro entonces y hasta ahora. Allí comprendí que éste es un oficio muy serio, una forma de hacer arte contando historias con una técnica concreta.
Y si miramos hacia el futuro, ¿Le gustaría a Pako Merino embarcarse en proyectos ajenos a la compañía?
Nos pusimos la prioridad de que fuese una compañía que durase mucho. Nos han llegado otras ofertas, pero siempre hemos puesto en primer término a Titzina. Ya con 24 años nos pusimos la meta de perdurar hasta los 60 años. Nos han ofrecido cosas de televisión que nos hubiesen llenado de fama instantánea, pero eso se diluye con el tiempo. Lo que queremos es ser libres como creadores, eso es lo que realmente nos llena. Sí estamos abiertos a otros proyectos, pero nuestra compañía es lo primero.